sábado, 1 de noviembre de 2014

HISTORIA DEL CAPÍTULO


CAPÍTULO DE NOBLES CABALLEROS Y DAMAS DE ISABEL LA CATÓLICA Y DE LA MUY NOBLE, IMPERIAL Y CORONADA VILLA DE MADRIGAL DE LAS ALTAS TORRES
La España del Renacimiento fue el yunque donde se forjaron los hombres y las mujeres capaces de afrontar la gran aventura de la edad moderna. Pero eso no hubiera sido posible sin la fe y el ímpetu de una gran mujer, de una gran reina capaz de infundirlos a un pueblo tan difícil de gobernar como el nuestro.
Isabel de Castilla fue el fulcro de la balanza, el punto de apoyo de la palanca que impulsó a España más allá de lo imaginable. A Ella; a su memoria; a la gesta hispánica (con todo lo bueno y lo malo que las grandes obras arrastran tras de sí); los que como familia espiritual de Isabel la Católica nos honramos en considerarnos herederos legítimos de aquellos caballeros, que enarbolaron la pluma y la espada por el honor de su Reina, hoy y aquí, a través de este portal (como otra carabela lanzada al infinito), dedicamos nuestro mejor esfuerzo, para acercar, enaltecer, y comprender mejor la figura irrepetible de una de las más grandes reinas de la Historia: Isabel la Católica.

La princesa Isabel
 El matrimonio de Isabel de Castilla con Fernando de Aragón, a quien amó profundamente hasta su muerte, fue el factor determinante para conseguir la ansiada unidad de España. La unión de Castilla y Aragón bajo una misma corona, junto a la política de enlaces matrimoniales con príncipes de las dinastías reinantes europeas, cimentaron las bases del que habría de ser uno de los mayores imperios de la edad moderna.
Mucho se ha escrito sobre las circunstancias que rodearon los esponsales de Isabel y Fernando. Primos en tercer grado se encontraron ante el obstáculo de la consanguinidad, que sólo mediante una bula papal podía salvarse legal y canónicamente. Pero no fue aquel el único obstáculo.
La cuestión histórica está tan entrañada en la política y en la diplomacia de los Reinos en torno al de Castilla, que sería imposible entenderla e ingenuo tratarla fuera del cuadro político de los intereses en pugna.
Ajenas a las circunstancias que rodeaban a la discutida hija de Enrique IV, las cancillerías europeas —Inglaterra, Francia, Portugal y Aragón— pretendían a la hermana legítima del Rey, Isabel, como heredera de la corona de Castilla.
Es sabido que las razones de estado en la política interna y exterior coartaron siempre la libertad de elección de las princesas de estirpe real. Pero no es fácil encontrar situaciones más dramáticas en torno a un matrimonio regio que las que concurrieron en el de Isabel la Católica. 


 
La causa sucesoria  
Enrique IV “el Impotente”, monarca de carácter débil y pusilánime, veía en su hermanastra Isabel un obstáculo en la lucha contra un amplio sector de la nobleza castellana que, descontenta y recelosa con su política, y tras la sospechosa muerte de su hermanastro Alfonso en Cardeñosa, volvían ahora los ojos hacia la joven hija de Juan II, recluida en el castillo de Arévalo.
Junto al rechazo a la política real, se sumaba la dudosa legitimidad dinástica de Juana, hija habida de la reina consorte Doña Juana de Portugal y cuya paternidad, según  se rumoreaba, se debía a Don Beltrán de la Cueva, amigo del Rey Enrique, del que en los mentideros de la corte, llegó a decirse que “sustituía al rey tanto en los asuntos de gobierno como en la alcoba”.  Aquello supuso la caída en desgracia del valido, pero no sirvió para aplacar el creciente descontento. Don Enrique, aconsejado por su mujer y por su nuevo valido el Maestre de Santiago, Don Juan Pacheco, Marqués de Villena, decidió recabar la ayuda del rey de Portugal, Alfonso V “el Africano” y sabiendo que aquél deseaba entroncar con Castilla, le ofreció a cambio de su ayuda, la mano de la princesa Isabel, a más de otras concesiones, entre las que también ofrecía la unión de su hija Juana en matrimonio con heredero de la corona de Portugal.
El Rey Enrique, enfermo y acabado, se debatía entre la eterna duda sobre la legitimidad de su hija, que no consiguió jamás desvelar; las intrigas de su esposa Juana de Portugal y las de aquellos que esperaban obtener pingües beneficios tomando parte por los intereses portugueses, como el Marqués de Villena que, además ambicionaba entroncar con la corona de Aragón casando a su hija Doña Beatriz Pacheco con el príncipe heredero Don Fernando. Por otro lado las presiones de parte del clero y la nobleza que le forzaban a reconocer a su hermana Isabel como única heredera de la legitimidad dinástica de los Trastámara.
Es fácil colegir que para el de Villena y los partidarios de la reina consorte, la princesa Isabel era un obstáculo que se interponía en el camino hacia el trono de “la Beltraneja” y de sus propias ambiciones, y aunque contaban con la debilidad de carácter de un monarca enfermo y decadente, que había dejado en sus manos los pormenores del pacto con Portugal, contemplaban con preocupación cómo aumentaba el número de los partidarios de Isabel, urgiéndoles así eliminarla como pretendiente al trono de Castilla por medio de un desposorio, que la llevase a otro reino en calidad de consorte. 
Pero la causa de Isabel, apoyada por las cancillerías europeas, obligó al Rey Enrique a celebrar en 1468 el Pacto de “Los Toros de Guisando”, en el que se le reconocen sus derechos sucesorios. Este pacto trajo unas consecuencias nefastas para las ambiciones del Marqués de Villena y sus partidarios, pues el Rey de Aragón, Don Juan II, ofrece como pretendiente de la ya Princesa de Asturias a su hijo el príncipe Don Fernando. El de Villena, a pesar de haber jurado lealtad a Isabel en Guisando, convoca a espaldas de ésta una reunión en Ocaña con los embajadores del rey de Portugal, en la que, en nombre de su señor Don Enrique, se ofrece a aportar la licencia papal a fin de acelerar el enlace matrimonial de Isabel con Alfonso V, un anciano sexagenario tío carnal de la princesa, que apenas contaba diecinueve años. 
Villena contaba con dos factores a su favor: la posibilidad de vulnerar la voluntad de Isabel, pues aunque en el documento firmado en Guisando se le respetaba el sagrado derecho de capacidad de elección para tomar esposo, se añadía una clausula en la que aquél debía plegarse a los intereses de la corona, y, por otro lado, la condición inexcusable de obtener la licencia papal, necesaria en cualquiera de las opciones que se barajaban.  Villena sabía de antemano que el pontífice, Paulo II, rechazaría cualquiera que no viniese propuesta por la corona de Castilla, y tanto en un caso como en otro… ¿Cuál sería la voluntad de Enrique IV más que la suya?. Así, tanto Doña Juana de Portugal como el de Villena creían tener todos los triunfos en la mano. 

¿Mantuvieron Isabel y Fernando algún contacto facilitado por los partidarios de su causa? Es seguro que así debió ser, porque al margen de la inclinación personal que ambos jóvenes pudieran sentir, aquel enlace suponía políticamente la unión entre las dos dinastías dominantes en España.
Villena no tuvo en cuenta la perspicacia de Isabel, ni la sagacidad, la decisión y el arrojo de Fernando de Aragón, que además contaba con importantes apoyos dentro y fuera de Castilla. Uno de estos fue el del arzobispo de Toledo Don Juan Carrillo de Acuña que, a pesar de ser tío carnal del propio valido Juan Pacheco, fue uno de los incitadores del levantamiento del infante Don Alfonso contra su hermanastro el Rey, e instigador junto a otros nobles castellanos como el Almirante de Castilla Don Fadrique, el Conde de Benavente y otros notables, de la “la farsa de Ávila”, acto en el que fue quemado en efigie Enrique IV proclamándose a Alfonso como legítimo Rey de Castilla. Apenas cinco años después, tras la muerte del rey en diciembre de 1474, despechado ante el trato de favor que los Reyes Católicos dieron a su enemigo el arzobispo de Calahorra Pedro Giménez de Mendoza nombrándole Chanciller y Gran Cardenal de España, se pasó al bando de “la Beltraneja”. No obstante su inestable lealtad a la causa de Isabel, Carrillo fue pieza clave en la celebración de su boda con Fernando.
Disfrazado de buhonero, y de total incógnito, el príncipe Fernando se presentó en Valladolid portando una dispensa papal otorgada por Pio II en junio de 1464, en la que le daba licencia para desposar a cualquier princesa consanguínea suya en tercer grado. Documento que fue refrendado en Turégano por don Juan Arias, Obispo de Segovia, como juez ejecutor “Nobis pro Tribunalis Sedéntibus” con fecha 4 de enero de 1469.
En Valladolid, en la casa de Juan de Vivero, con la más total discreción, sin la pompa ni los festejos propios de una boda real, se celebró el matrimonio de Isabel y Fernando el 18 de octubre de 1469. La boda fue celebrada por el Arzobispo de Toledo don Juan Carrillo de Acuña, que dio por válida la dispensa papal que aportó don Fernando.
Todas las concurrencias documentales sobre el complicado problema político y eclesiástico de este matrimonio confirmaron a posteriori que aquella bula de Pío II no fue auténtica, ni en ella se fundaba el derecho de la ceremonia matrimonial del 18 de octubre en las casas de Vivero.
Dos años después, en 1º de diciembre de 1471, Sixto IV otorgó una bula auténtica de dispensa, cuyo original se conserva en Simancas.  

 “Tanto monta”
Los primeros cuatro años del reinado de los Reyes Católicos a partir de la muerte de Enrique IV en diciembre de 1474, vendrán marcados por la “Guerra de Sucesión”.
Isabel y Fernando no habrían de conocer una corte estable, sino que hubieron de trashumar de sitio en sitio, de campamento en campamento, imponiendo la justicia de la Corona a la de los señores feudales, harto acostumbrados a vender su lealtad al mejor postor. Castilla así era una tierra agostada y sus gentes feudatarias de los nobles, tanto o más poderosos que sus monarcas, que veían en la causa de “la Beltraneja” una forma de perpetuar el statu quo del que venían gozando desde la época de Juan II con la política de Don Álvaro de Luna.
Aduciendo no poder soportar la política autoritaria de Isabel y Fernando, el arzobispo Carrillo se pasó al bando liderado por el rey de Portugal que apoyaba los derechos de “la Beltraneja” a la corona de Castilla. Tras la victoria de los Reyes Católicos en la batalla de Toro, los portugueses se repliegan dejando a Carrillo en total desamparo, que ante la posibilidad de perder su arzobispado y con él todas sus posesiones, opta por someterse y acatar a Isabel como legítima reina de Castilla, comprometiéndose a aceptar guarniciones reales en todas las fortalezas que controlaba. Carrillo murió poco después confinado en su palacio de Alcalá de Henares. Paradójicamente su sucesor como arzobispo de Toledo sería su enemigo el Cardenal Mendoza.
El lema “tanto monta” vino a colocar ante los ojos de los castellanos en un plano de igualdad tanto a la figura del rey Don Fernando, al que no dejaban de ver como extranjero, como la de Doña Isabel. Una igualdad ganada con harto sacrificio y plena confianza mutua, como así fue durante todo el tiempo que la vida les permitió reinar juntos. El Binomio Isabel y Fernando, conjugó el idealismo y la fe de ella con la astucia y perspicacia política de él, uniendo así los destinos de dos príncipes nacidos para reinar.