CAPÍTULO
DE NOBLES
CABALLEROS Y
DAMAS DE
ISABEL
LA
CATÓLICA Y DE LA MUY NOBLE,
IMPERIAL Y CORONADA VILLA DE MADRIGAL DE LAS ALTAS TORRES
La España del Renacimiento fue el yunque donde se forjaron los
hombres y las mujeres capaces de afrontar la gran aventura de la edad moderna.
Pero eso no hubiera sido posible sin la fe y el ímpetu de una gran mujer, de
una gran reina capaz de infundirlos a un pueblo tan difícil de gobernar como el
nuestro.
Isabel de Castilla fue el fulcro de la balanza, el punto de
apoyo de la palanca que impulsó a España más allá de lo imaginable. A Ella; a
su memoria; a la gesta hispánica (con todo lo bueno y lo malo que las grandes
obras arrastran tras de sí); los que como familia espiritual de Isabel la
Católica nos honramos en considerarnos herederos legítimos de aquellos
caballeros, que enarbolaron la pluma y la espada por el honor de su Reina, hoy
y aquí, a través de este portal (como otra carabela lanzada al infinito),
dedicamos nuestro mejor esfuerzo, para acercar, enaltecer, y comprender mejor
la figura irrepetible de una de las más grandes reinas de la Historia: Isabel la
Católica.
El matrimonio de Isabel de Castilla
con Fernando de Aragón, a quien amó profundamente hasta su muerte, fue el
factor determinante para conseguir la ansiada unidad de España. La unión de
Castilla y Aragón bajo una misma corona, junto a la política de enlaces
matrimoniales con príncipes de las dinastías reinantes europeas, cimentaron las
bases del que habría de ser uno de los mayores imperios de la edad moderna.
Mucho se ha escrito sobre las
circunstancias que rodearon los esponsales de Isabel y Fernando. Primos en
tercer grado se encontraron ante el obstáculo de la consanguinidad, que sólo
mediante una bula papal podía salvarse legal y canónicamente. Pero no fue aquel
el único obstáculo.
La cuestión histórica está tan
entrañada en la política y en la diplomacia de los Reinos en torno al de
Castilla, que sería imposible entenderla e ingenuo tratarla fuera del cuadro
político de los intereses en pugna.
Ajenas a las circunstancias que
rodeaban a la discutida hija de Enrique IV, las cancillerías europeas
—Inglaterra, Francia, Portugal y Aragón— pretendían a la hermana legítima del
Rey, Isabel, como heredera de la corona de Castilla.
Es sabido que las razones de estado en la política
interna y exterior coartaron siempre la libertad de elección de las princesas
de estirpe real. Pero no es fácil encontrar situaciones más dramáticas en torno
a un matrimonio regio que las que concurrieron en el de Isabel la Católica.
Enrique IV “el Impotente”, monarca
de carácter débil y pusilánime, veía en su hermanastra Isabel un obstáculo en
la lucha contra un amplio sector de la nobleza castellana que, descontenta y
recelosa con su política, y tras la sospechosa muerte de su hermanastro Alfonso
en Cardeñosa, volvían ahora los ojos hacia la joven hija de Juan II, recluida
en el castillo de Arévalo.
Junto al rechazo a la política real,
se sumaba la dudosa legitimidad dinástica de Juana, hija habida de la reina
consorte Doña Juana de Portugal y cuya paternidad, según se rumoreaba, se
debía a Don Beltrán de la Cueva, amigo del Rey Enrique, del que en los
mentideros de la corte, llegó a decirse que “sustituía al rey tanto en los
asuntos de gobierno como en la alcoba”. Aquello supuso la caída en
desgracia del valido, pero no sirvió para aplacar el creciente descontento. Don
Enrique, aconsejado por su mujer y por su nuevo valido el Maestre de Santiago,
Don Juan Pacheco, Marqués de Villena, decidió recabar la ayuda del rey de
Portugal, Alfonso V “el Africano” y sabiendo que aquél deseaba entroncar con
Castilla, le ofreció a cambio de su ayuda, la mano de la princesa Isabel, a más
de otras concesiones, entre las que también ofrecía la unión de su hija Juana
en matrimonio con heredero de la corona de Portugal.
El Rey Enrique, enfermo y acabado,
se debatía entre la eterna duda sobre la legitimidad de su hija, que no
consiguió jamás desvelar; las intrigas de su esposa Juana de Portugal y las de
aquellos que esperaban obtener pingües beneficios tomando parte por los
intereses portugueses, como el Marqués de Villena que, además ambicionaba
entroncar con la corona de Aragón casando a su hija Doña Beatriz Pacheco con el
príncipe heredero Don Fernando. Por otro lado las presiones de parte del clero
y la nobleza que le forzaban a reconocer a su hermana Isabel como única
heredera de la legitimidad dinástica de los Trastámara.
Es fácil colegir que para el de
Villena y los partidarios de la reina consorte, la princesa Isabel era un
obstáculo que se interponía en el camino hacia el trono de “la Beltraneja” y de
sus propias ambiciones, y aunque contaban con la debilidad de carácter de un
monarca enfermo y decadente, que había dejado en sus manos los pormenores del
pacto con Portugal, contemplaban con preocupación cómo aumentaba el número de
los partidarios de Isabel, urgiéndoles así eliminarla como pretendiente al
trono de Castilla por medio de un desposorio, que la llevase a otro reino en
calidad de consorte.
Pero la causa de Isabel, apoyada por
las cancillerías europeas, obligó al Rey Enrique a celebrar en 1468 el Pacto de
“Los Toros de Guisando”, en el que se le reconocen sus derechos sucesorios.
Este pacto trajo unas consecuencias nefastas para las ambiciones del Marqués de
Villena y sus partidarios, pues el Rey de Aragón, Don Juan II, ofrece como
pretendiente de la ya Princesa de Asturias a su hijo el príncipe Don Fernando.
El de Villena, a pesar de haber jurado lealtad a Isabel en Guisando, convoca a
espaldas de ésta una reunión en Ocaña con los embajadores del rey de Portugal,
en la que, en nombre de su señor Don Enrique, se ofrece a aportar la licencia
papal a fin de acelerar el enlace matrimonial de Isabel con Alfonso V, un
anciano sexagenario tío carnal de la princesa, que apenas contaba diecinueve
años.
Villena contaba con dos factores a
su favor: la posibilidad de vulnerar la voluntad de Isabel, pues aunque en el
documento firmado en Guisando se le respetaba el sagrado derecho de capacidad
de elección para tomar esposo, se añadía una clausula en la que aquél debía
plegarse a los intereses de la corona, y, por otro lado, la condición
inexcusable de obtener la licencia papal, necesaria en cualquiera de las
opciones que se barajaban. Villena sabía de antemano que el pontífice,
Paulo II, rechazaría cualquiera que no viniese propuesta por la corona de
Castilla, y tanto en un caso como en otro… ¿Cuál sería la voluntad de Enrique
IV más que la suya?. Así, tanto Doña Juana de Portugal como el de Villena creían
tener todos los triunfos en la mano.
¿Mantuvieron Isabel y Fernando algún
contacto facilitado por los partidarios de su causa? Es seguro que así debió
ser, porque al margen de la inclinación personal que ambos jóvenes pudieran
sentir, aquel enlace suponía políticamente la unión entre las dos dinastías
dominantes en España.
Villena no tuvo en cuenta la
perspicacia de Isabel, ni la sagacidad, la decisión y el arrojo de Fernando de
Aragón, que además contaba con importantes apoyos dentro y fuera de Castilla.
Uno de estos fue el del arzobispo de Toledo Don Juan Carrillo de Acuña que, a
pesar de ser tío carnal del propio valido Juan Pacheco, fue uno de los
incitadores del levantamiento del infante Don Alfonso contra su hermanastro el
Rey, e instigador junto a otros nobles castellanos como el Almirante de
Castilla Don Fadrique, el Conde de Benavente y otros notables, de la “la farsa
de Ávila”, acto en el que fue quemado en efigie Enrique IV proclamándose a
Alfonso como legítimo Rey de Castilla. Apenas cinco años después, tras la
muerte del rey en diciembre de 1474, despechado ante el trato de favor que los
Reyes Católicos dieron a su enemigo el arzobispo de Calahorra Pedro Giménez de
Mendoza nombrándole Chanciller y Gran Cardenal de España, se pasó al bando de
“la Beltraneja”. No obstante su inestable lealtad a la causa de Isabel,
Carrillo fue pieza clave en la celebración de su boda con Fernando.
Disfrazado de buhonero, y de total
incógnito, el príncipe Fernando se presentó en Valladolid portando una dispensa
papal otorgada por Pio II en junio de 1464, en la que le daba licencia para
desposar a cualquier princesa consanguínea suya en tercer grado. Documento que
fue refrendado en Turégano por don Juan Arias, Obispo de Segovia, como juez
ejecutor “Nobis pro Tribunalis Sedéntibus” con fecha 4 de enero de 1469.
En Valladolid, en la casa de Juan de
Vivero, con la más total discreción, sin la pompa ni los festejos propios de
una boda real, se celebró el matrimonio de Isabel y Fernando el 18 de octubre
de 1469. La boda fue celebrada por el Arzobispo de Toledo don Juan Carrillo de
Acuña, que dio por válida la dispensa papal que aportó don Fernando.
Todas las concurrencias documentales
sobre el complicado problema político y eclesiástico de este matrimonio
confirmaron a posteriori que aquella bula de Pío II no fue auténtica, ni en
ella se fundaba el derecho de la ceremonia matrimonial del 18 de octubre en las
casas de Vivero.
Dos años después, en 1º de diciembre
de 1471, Sixto IV otorgó una bula auténtica de dispensa, cuyo original se
conserva en Simancas.
“Tanto monta”
Los primeros cuatro años del reinado
de los Reyes Católicos a partir de la muerte de Enrique IV en diciembre de
1474, vendrán marcados por la “Guerra de Sucesión”.
Isabel y Fernando no habrían de
conocer una corte estable, sino que hubieron de trashumar de sitio en sitio, de
campamento en campamento, imponiendo la justicia de la Corona a la de los
señores feudales, harto acostumbrados a vender su lealtad al mejor postor.
Castilla así era una tierra agostada y sus gentes feudatarias de los nobles,
tanto o más poderosos que sus monarcas, que veían en la causa de “la
Beltraneja” una forma de perpetuar el statu quo del que venían gozando desde la
época de Juan II con la política de Don Álvaro de Luna.
Aduciendo no poder soportar la
política autoritaria de Isabel y Fernando, el arzobispo Carrillo se pasó al
bando liderado por el rey de Portugal que apoyaba los derechos de “la
Beltraneja” a la corona de Castilla. Tras la victoria de los Reyes Católicos en
la batalla de Toro, los portugueses se repliegan dejando a Carrillo en total
desamparo, que ante la posibilidad de perder su arzobispado y con él todas sus
posesiones, opta por someterse y acatar a Isabel como legítima reina de
Castilla, comprometiéndose a aceptar guarniciones reales en todas las
fortalezas que controlaba. Carrillo murió poco después confinado en su palacio
de Alcalá de Henares. Paradójicamente su sucesor como arzobispo de Toledo sería
su enemigo el Cardenal Mendoza.
El lema “tanto monta” vino a colocar
ante los ojos de los castellanos en un plano de igualdad tanto a la figura del
rey Don Fernando, al que no dejaban de ver como extranjero, como la de Doña
Isabel. Una igualdad ganada con harto sacrificio y plena confianza mutua, como
así fue durante todo el tiempo que la vida les permitió reinar juntos. El
Binomio Isabel y Fernando, conjugó el idealismo y la fe de ella con la astucia
y perspicacia política de él, uniendo así los destinos de dos príncipes nacidos
para reinar.